"Soy una de esas personas que odiáis por su
genética. Es la verdad"
Mokgadi Caster
Semenya
Es cierto, nunca la feminidad fue mi fuerte,
lo sé. Todavía el expurgo de la multitud que susurra en el autobús cuando
exhibo mis atributos: mis hombros torneados y mi cara “ambigua”, me recuerda el
apodo que de niña me gritaban mis pares: ¡hombre! Por eso aprendí y dejé de
molestarme temprano, cuando para dirigirse a mí en la calle y por error me
llamaron muchacho, y aunque todavía agradezco que me llamen así y no “señor”,
no deja de resultarme molesta la risa cómplice que se desata tras la aclaración:
“¡perdón señorita!” Como si ambos quedáramos al descubierto frente a lo que
conozco desde siempre.
En una sociedad que calca su realidad de las
ficciones televisivas, al punto de elegir a sus gobernantes entre la franja
cómica y el reality show, no es fácil llevar a todas partes un modelo no
televisado. Es increíble cómo el cuerpo es moldeado por la observación y el deber.
Tener un cuerpo de mujer implica una estricta hora de llegada y salida, una
geometría de movimientos, con explícitos ángulos delimitados minuciosamente en su
espacio y tiempo. Pese a todo ese entramado de reglas corporales, de no se
siente así que parece un macho, no se mueva demasiado porque suda o no abra las
piernas que se le ve todo, encontré la respuesta justo ahí, dentro de mi propio
cuerpo; y sí, para evitar el malentendido que supone “tener algo dentro”, o el
dramatismo en que puedo incurrir con lo que sigue, me adelanto y les informo
que corrí como Forrest.
Empecé a correr cuando tenía 6 años. Debuté
en la manzana de mi casa: cuatro cuadras de soledad, una razón válida para
atravesar las barreras del control materno, y un montón de niños que me
despreciaban corriendo tras de mí: ¡lentos! Correr fue un hallazgo tardío,
aunque empecé temprano, entiendan. En
principio fue una inexplicable pero depurada técnica, una exacta combinación de
brazos y piernas; luego, aprender a respirar y pensar, y más tarde de lo que
hubiera preferido, entender que con la velocidad cambié el cuerpo de mujer por
la máquina. Por su puesto, lo que en principio no fue claro para mí, para otros
ya era un dictamen médico, un perfil psicológico o un motivo de exorcismo. Mi
cuerpo grande y fuerte fue condenado pronto por su virtud.
Siempre se esperó algo del cuerpo femenino y no
hay que ir muy lejos para comprender, basta comparar las miradas sobre El
nacimiento de Venus, Gioconda, Las meninas, Brigitte Bardot, Marylin, Sofía,
Beatriz Pinzón y Urrutia o Caster Semenya. El músculo femenino no es preciado (ha
sido aborrecido) y tiene dentro del cuerpo una geografía asignada: zonas de
tolerancia; es así como se le permite asistir a la extremidad inferior: una
buena pierna siempre se le perdona a la mujer, así sea sólo una; también el
glúteo, ¿Por qué no? No así el bíceps, el tríceps y ni pensar el trapecio;
están por definirse el espesor apropiado para la espalda y el abdomen; se
atribuye musculatura viperina en la lengua y hoy se agradece algo de hipertrofia
en el cacumen. Curioso, si uno se fija
entonces, al músculo femenino se le cedió el dominio de la zona sur, donde
residen la maternidad y los pies sobre la tierra; al hombre, por otra parte, se
le entregó el hemisferio norte, se le agradecen los brazos fuertes y por supuesto,
el control sobre la cabeza (la razón), aunque continúa tramitando visa para
pensar por fuera de sus dominios.
Por eso no fue sorpresa que en la
adolescencia correr se convirtiera en un aparente motivo para pedir perdón, a
ellos porque la fuerza de una mujer es brusquedad; y a ellas, nunca entendí por
qué, porque ellas se esforzaron poco quizá o porque interpretaban lo que la
genética y el trabajo me obsequiaron como un desbalance a lo natural. Lo cierto es que mientras mi cuerpo asistía
al tribunal de la mirada, yo aprendía en la pista la enorme conciencia material
que te deja la carrera —a veces más la larga que la corta— cosa que sólo
reconocí otra vez en la enfermedad, aunque hubiera preferido reconocerlo en el
sexo: pasamos días enteros sin atender a las voces del cuerpo, que poco vemos
nuestras manos, que desconocido es para nosotros el yo posterior y que raro es
el proceso que convierte a las entrañas en ajenas, aunque sean tan nuestras
como los ojos. Toda la conciencia se
vuelca sobre el rostro que nos distingue y regulariza, pero cada paso que se da
sobre el suelo para avanzar retumba y penetra para llevarnos hasta la letanía.
Cuando se corre, se reconoce cada parte de uno sin necesidad de ver, lo que le
distingue de la enfermedad, le salva del diagnóstico y le deja en manos del
viento.
Quien aprende a correr llega a refugiarse en
la carrera como en la oración. Todavía
no conozco un reto más sensato que el de perseguir la propia sombra cuando la
luz le permite retarme sobre la pista, para enfermarme luego, para olvidar las
nociones y convertir el cuerpo en lo que de verdad es, no la prisión, no la
máquina, sin duda sí el espectro que es toda palabra y para mí, especialmente, parte
de la mujer que prefiero ser.
Corriendo distancias cortas experimenté la
dimensión del instante, y corriendo largas distancias entendí que el cuerpo es
un proyecto programado para la obsolescencia: condenado a desaparecer aún
contra nuestra voluntad. Ni el músculo masculino ni el femenino logran la
fortaleza suficiente para salvarlo de su destino, pero nada como correr para alcanzar
la eternidad.
Publicado en: "El Arte de Tachar: Taller de Escritura Comfandi". 2019. p, 13-16