domingo, 13 de septiembre de 2020

El perro en silencio

Me levanté una noche

sin sombra

entré a la oscuridad

de la mano del insomnio

abrí la madrugada

y caminé hasta el patio

donde el silencio de mi perro

confirmó la muerte

 


La casa sembrada en la infancia

En el patio

está la sábila

la sábila verde sabia

con la que juega el perro

 

El patio, la sábila y el perro

están en la casa

la casa sembrada en mi infancia

tan grande como es todo cuando se es pequeño

 

En el patio arriba de la casa

mi madre extiende sueños

se pierde en el cielo alto y lejano

tan grande como la casa que yo sueño

 

Con la sábila que está en el patio

ella nos cura el pelo

calma dolores

muele menjurjes para recuperar el sueño

 

El perro hace un hueco en la sábila

y mi madre se lanza

por la ruta hecha de pelos

de regreso a la casa sembrada en el viejo puerto

 


Lo que no dijo el árbol

             Silencio

   sólo en el silencio

asisto a la tala del árbol

que anhelando ser pájaro

  es triste reptil ceñido

 a la talla de mi muerte

 

           Silencio

   sólo en el silencio

se transforma el llanto

  del árbol que ahora

       repta el aire

   con alas de polvo

 


En la soledad del perro

Belleza

Como el perro chueco

que se va de la pared

a brochazos blancos

sin dejar de sacudir la cola

 

Poema

Es la cola del perro

que funda lejos una nación

para que la gobiernen las pulgas

 

Tiempo

Es también

el perro que gira

y se echa sobre el final de la vida


Tercer puesto. Festival de Poesía de Cali, 2020.




viernes, 20 de marzo de 2020

El Cuerpo y la Mujer que Corren Juntos


"Soy una de esas personas que odiáis por su genética. Es la verdad"

Mokgadi Caster Semenya


Es cierto, nunca la feminidad fue mi fuerte, lo sé. Todavía el expurgo de la multitud que susurra en el autobús cuando exhibo mis atributos: mis hombros torneados y mi cara “ambigua”, me recuerda el apodo que de niña me gritaban mis pares: ¡hombre! Por eso aprendí y dejé de molestarme temprano, cuando para dirigirse a mí en la calle y por error me llamaron muchacho, y aunque todavía agradezco que me llamen así y no “señor”, no deja de resultarme molesta la risa cómplice que se desata tras la aclaración: “¡perdón señorita!” Como si ambos quedáramos al descubierto frente a lo que conozco desde siempre.

En una sociedad que calca su realidad de las ficciones televisivas, al punto de elegir a sus gobernantes entre la franja cómica y el reality show, no es fácil llevar a todas partes un modelo no televisado. Es increíble cómo el cuerpo es moldeado por la observación y el deber. Tener un cuerpo de mujer implica una estricta hora de llegada y salida, una geometría de movimientos, con explícitos ángulos delimitados minuciosamente en su espacio y tiempo. Pese a todo ese entramado de reglas corporales, de no se siente así que parece un macho, no se mueva demasiado porque suda o no abra las piernas que se le ve todo, encontré la respuesta justo ahí, dentro de mi propio cuerpo; y sí, para evitar el malentendido que supone “tener algo dentro”, o el dramatismo en que puedo incurrir con lo que sigue, me adelanto y les informo que corrí como Forrest.

Empecé a correr cuando tenía 6 años. Debuté en la manzana de mi casa: cuatro cuadras de soledad, una razón válida para atravesar las barreras del control materno, y un montón de niños que me despreciaban corriendo tras de mí: ¡lentos! Correr fue un hallazgo tardío, aunque empecé temprano, entiendan.  En principio fue una inexplicable pero depurada técnica, una exacta combinación de brazos y piernas; luego, aprender a respirar y pensar, y más tarde de lo que hubiera preferido, entender que con la velocidad cambié el cuerpo de mujer por la máquina. Por su puesto, lo que en principio no fue claro para mí, para otros ya era un dictamen médico, un perfil psicológico o un motivo de exorcismo. Mi cuerpo grande y fuerte fue condenado pronto por su virtud.

Siempre se esperó algo del cuerpo femenino y no hay que ir muy lejos para comprender, basta comparar las miradas sobre El nacimiento de Venus, Gioconda, Las meninas, Brigitte Bardot, Marylin, Sofía, Beatriz Pinzón y Urrutia o Caster Semenya. El músculo femenino no es preciado (ha sido aborrecido) y tiene dentro del cuerpo una geografía asignada: zonas de tolerancia; es así como se le permite asistir a la extremidad inferior: una buena pierna siempre se le perdona a la mujer, así sea sólo una; también el glúteo, ¿Por qué no? No así el bíceps, el tríceps y ni pensar el trapecio; están por definirse el espesor apropiado para la espalda y el abdomen; se atribuye musculatura viperina en la lengua y hoy se agradece algo de hipertrofia en el cacumen.  Curioso, si uno se fija entonces, al músculo femenino se le cedió el dominio de la zona sur, donde residen la maternidad y los pies sobre la tierra; al hombre, por otra parte, se le entregó el hemisferio norte, se le agradecen los brazos fuertes y por supuesto, el control sobre la cabeza (la razón), aunque continúa tramitando visa para pensar por fuera de sus dominios.

Por eso no fue sorpresa que en la adolescencia correr se convirtiera en un aparente motivo para pedir perdón, a ellos porque la fuerza de una mujer es brusquedad; y a ellas, nunca entendí por qué, porque ellas se esforzaron poco quizá o porque interpretaban lo que la genética y el trabajo me obsequiaron como un desbalance a lo natural.  Lo cierto es que mientras mi cuerpo asistía al tribunal de la mirada, yo aprendía en la pista la enorme conciencia material que te deja la carrera —a veces más la larga que la corta— cosa que sólo reconocí otra vez en la enfermedad, aunque hubiera preferido reconocerlo en el sexo: pasamos días enteros sin atender a las voces del cuerpo, que poco vemos nuestras manos, que desconocido es para nosotros el yo posterior y que raro es el proceso que convierte a las entrañas en ajenas, aunque sean tan nuestras como los ojos.  Toda la conciencia se vuelca sobre el rostro que nos distingue y regulariza, pero cada paso que se da sobre el suelo para avanzar retumba y penetra para llevarnos hasta la letanía. Cuando se corre, se reconoce cada parte de uno sin necesidad de ver, lo que le distingue de la enfermedad, le salva del diagnóstico y le deja en manos del viento.

Quien aprende a correr llega a refugiarse en la carrera como en la oración.  Todavía no conozco un reto más sensato que el de perseguir la propia sombra cuando la luz le permite retarme sobre la pista, para enfermarme luego, para olvidar las nociones y convertir el cuerpo en lo que de verdad es, no la prisión, no la máquina, sin duda sí el espectro que es toda palabra y para mí, especialmente, parte de la mujer que prefiero ser.

Corriendo distancias cortas experimenté la dimensión del instante, y corriendo largas distancias entendí que el cuerpo es un proyecto programado para la obsolescencia: condenado a desaparecer aún contra nuestra voluntad. Ni el músculo masculino ni el femenino logran la fortaleza suficiente para salvarlo de su destino, pero nada como correr para alcanzar la eternidad.


 Publicado en: "El Arte de Tachar: Taller de Escritura Comfandi". 2019. p, 13-16

viernes, 11 de enero de 2019

Tiempo


Justo al final de esta noche empieza de nuevo el frío, el frío que es caudal e inicio de inicios. Así llegamos por primera vez al mundo, envueltos en el recuerdo breve de los meses de antaño, de ser células, de ser nada para de repente estar frente al calor repentino del día a día. Así se va el tiempo y así mismo se acumula. Pero en ese paso tartamudo llamado vida pocos tocamos el cielo, pocos llegamos a conocer la verdadera profundidad del agua y la verdadera firmeza de la tierra; el tacto a medio vuelo, el agua que bebemos y la dureza de la tierra cuando nos fragmentamos luego de una larga caída.

miércoles, 6 de septiembre de 2017

El día en que maté a Álvaro Uribe

Uribe tuvo la culpa de que lo matara, pero la idea no fue mía, fue una sugerencia de  William Ospina. Aquella semana arrancó con el triunfo del Centro Democrático y la posibilidad de una segunda reelección, en sentido figurado, para Uribe. La desolación gobernaba y aunque la derrota en las urnas era recién nacida, entristecía la paradoja de presentirla hija por los siglos de los siglos. La semana empezó mal, y en Cali, los disturbios protagonizados por conductores de la empresa Coomoepal, como respuesta a los operativos que sacarían de las calles a los buses con rutas canceladas, entorpecieron la movilidad. La culpa es de Uribe, pensé, la gente dice que tenemos MIO por que los buses los hizo, los trajo y los vendió él.
En el ambiente rondaba algo mortífero, pero en medio de todo, algo de redención traía el anuncio de la visita de William Ospina a la Universidad del Valle ese 12 de marzo del 2014. Aquel día me levanté decidida a asistir al conversatorio convocado en el Auditorio Antonio J. Posada a las 5:30 pm. En la mañana revisé mi monografía y me quedé pensando en esas cosas que no funcionan en mi país: Uribe. A las 2:20 pm, aproximadamente, inició una tormenta que la prensa recordaría como la más grande en la última década de la ciudad. Mi segundo piso se inundó: Uribe. La energía y el agua de chorro se extinguieron. Me bañé bajo la lluvia. Rumbo a la estación del MIO y con paraguas en mano, imágenes de solidaridad, heridos, inundación, poca ropa, poca sensualidad y mis zapatos rotos. Media hora después de esperar la p74b, regresé a la casa por la bicicleta.
El camino a la Universidad es simple, un paseo por la Autopista Sur Oriental hasta la Luna y luego un recorrido que varía entre la calle 14 (ruta que sustituí por el asedio de la papagayo “tableroverde”) y la Pasoancho (ruta que evito por el asedio del MIO). Aunque el panorama era desastroso y el agua me llegaba hasta las rodillas, reconozco que todavía siento alivio por aquella visión.
El auditorio Antonio J. Posada se llenó, nos trasladarnos para el auditorio 5 y a las 6:30 pm inició el asunto. El conversatorio no fue cosa del otro mundo. Ospina lució sereno y respondió a cada pregunta sin pretensiones de objetividad. Aclaró que le preocupan las elites, la cultura popular y la literatura. Aceptó que no lo sabe todo. Hubo aplausos, episodios de risa y a veces, mucho enojo. Afuera persistía la amenaza de lluvia y hacía calor, pero el auditorio perduró lleno hasta el cierre. Camino a casa todo parecía haber retornado a la calma, pero yo no dejaba de pensar en aquella lluvia que cobró una vida y se azotó enojada contra el asfalto como intentando recuperar algo perdido. Las palabras de Ospina no me dejaron dormir: “matar es un ejercicio literario gozoso”, así que me levanté decidida y empecé a escribir.
Publicado en www.viceversa-mag.com el 4 de mayo del 2017

domingo, 23 de abril de 2017

Dueña y Señora

Ela, yo no quería mudarme a tu apartamento en el sur. No, no era miedo al compromiso o temor alguno por aquello que la mudanza implica, más bien me preocupaba alterar aquel orden, esa sinfonía orquestada por vos en la que la dicha consiste en ocupar el perfecto no lugar. Me resulta difícil ingresar en un espacio constituido en dónde alguien vive alegremente, reflejando su capacidad de estar por fuera de los cánones: la ropa tirada por doquier, la cebolla con aspecto de pulpo, el balcón adornado con todas las herramientas necesarias para quien se dedica a la floricultura, y ese par de flores muertas, secas y olvidadas. La nevera vacía sin otra cosa que tus llaves y de nuevo, esa cebolla que aún me hace llorar.
Recuerdo cómo te alegrabas con el hallazgo fuera de lo común y de tus llaves heladas que, al interior de la nevera, aguardaban expectantes para responder alegres a la cuestión: —¿Si yo fuera una llave en dónde me escondería? —. Con que dicha celebrabas el reencuentro con aquel objeto perdido y con qué perplejidad yo atendía a esa pregunta cada vez máscomo quién escucha algún tipo de sortilegio. Mi querida Ela, puede parecer sarcasmo, pero en esa forma tuya para disponer el orden descubrí de mí un lado siempre oculto. Algo más había en esa pregunta que lanzabas con aire de pitonisa, en ese tino para saber dónde deseaba descansar cada objeto perdido; algo más había en la maternal custodia que brindabas a las cosas que mutaban en tu cocina y en esos cadáveres florales que se asomaban con algo de nostalgia por tu balcón: las costumbres, Ela, “…son formas concretas del ritmo, son la cuota de ritmo que nos ayuda a vivir.” 
Mis intervenciones en tu espacio siempre fueron pequeñas. Nunca logré siquiera imaginarme la proeza de retirar todo el polvo, deshacerme de las flores en el balcón o tender la cama, sin desafiar primero una serie de temores con tintes judiciales. Nunca quise por algún atrevimiento desajustar algo dispuesto por la galaxia, echarme a cuestas alguna especie de karma inexorable o teñirlo todo con un juicio que no es cierto: jamás condenaría eso que para vos es más que una alternativa al orden.
Sin embargo, con el tiempo fue inevitable y empecé a sentir que aún sin quererlo era inevitable alterar tu universo. No sabes cuan doloroso me resultaba el impulso de llevar el vaso recién usado a tu cocina, y con qué arrepentimiento pasaba la esponja cubierta de jabón sobre la losa acuartelada en el lavaplatos; no menos me dolía colocar todo, luego de secarlo, en el cajón de la alacena diseñado para contenerlo. Esa rutina, inescrutable para mí, era semejante a aquello que sugeriste un día cuando te pregunté por qué no opinabas sobre lo que escribía: —porque es como poner esos sellos de animales que dan en los jardines infantiles sobre cada pieza de la obra de Monet—, sentenciaste. Algo exagerado, pensé, pero ahora comprendo.
Durante el fin de semana me perdí en esa forma tuya, y por varias horas me encontré como los objetos de tu casa, extraviada entre las sábanas. Hicimos el amor por tanto tiempo que sentí que el reloj le regaló horas al día para evitarnos asuntos pendientes. Poco nos bañamos y sólo le dimos tregua a esa lucha que instauramos cuerpo a cuerpo, cuando el hambre se hizo insoportable y tuvimos que salir del cuarto para recibir al domiciliario. Permanecimos desnudas, acaloradas y poco a poco nos confundimos entre objetos que aparecían y jamás habíamos visto, claro está, todo, incluso nosotras, terminó sobre el suelo siguiendo la ruta que vos has dispuesto para el orden. Llegué a sentirme tan acoplada con todo aquello, que no pensé tener hoy el impulso que me llenó justo después de que cruzaras la puerta rumbo a tu trabajo.  Jamás lo había hecho antes, y menos de esta magnitud. De niña no se me permitió nunca empuñar elemento alguno para la realización de la limpieza, apenas hace poco empecé a ocuparme de esos quehaceres, pero estaba todo limitado al perímetro que comprende mi habitación. Tampoco me sentí jamás agredida por el desorden, déjame invitarte a mi casa y podrás constatar que no te miento. Aquello no fue un impulso proveniente de alguna molestia, todo lo contrario, era simplemente que vos acababas de salir a trabajar y yo me quedaba ahí, al frente de todo, dueña y señora de tu casa. Justo al despedirnos, luego de prepararte el desayuno y rondarte desnuda y excitada mientras te alistabas, luego de cerrar la puerta, no puede evitar fantasear con tu rostro de satisfacción al regresar del trabajo y encontrarlo todo en su lugar, no como vos lo preferís sino dentro de lo regular: limpieza absoluta. No hace mucho terminé. Está todo limpio: lavé los baños, sacudí los pocos muebles, descubrí algo de control en tus armarios, doblé la ropa y dejé todo en los cajones, las blusas a un lado, los pantalones al otro y la ropa interior está organizada en una caja bordada que vos no usabas. Lavé los baños, la cocina, metí la mano en cada agujero de tu casa y todo iba bien hasta que abrí la nevera. Allí estaba la cebolla ¿Recuerdas la cebolla cabezona? ¿La que en algunas ocasiones llamamos Hipólita? Sí, la cebolla morada que empezó como cualquier cebolla y con el tiempo tomó la forma de una de esas cabezas reducidas que comerciaba Mr. Rolston. Cogí la cebolla entre mis manos y no contenta con la decisión de lanzarla a la basura antes de hacerlo le arranqué esos tentáculos que con los meses de vivir en la nevera le salieron; le crecieron tan profusamente que nos hacían reír cada que al abrir la puerta descubríamos allí a aquella cebolla, tímida y sola, a la espera de ser consumida en alguna salsa. Yo simplemente arrojé tu cebolla a la basura.
Te escribo porque temo que veas en esta acción alguna insinuación o alguna manera de cuestionar tu especial forma de ser. He sacado mis cosas de tu cuarto y no sé cómo, pero pese a la profunda limpieza no logré encontrar la ropa interior con la que estuvimos jugando la otra noche. Espero que cuando leas esta carta logres comprender. En un esfuerzo vano por reconstruirlo todo, dejé sobre el mesón de la cocina los platos sucios del desayuno. Ahora imagino tu cara y casi puedo creer que preferirías leer que todo esto es culpa de los conejitos que me salen de la boca.

2013-2020



                                                                                          X Concurso Literario Bonaventuriano, 2014

Eduviges Rincón

La tomó contra el suelo y sin mayor preámbulo introdujo su sexo una y otra vez con fuerza. Ella no pudo hacer demasiado, no gritó y pese al horror de aquel encuentro -en medio de todo -tuvo tiempo para pensar en el diagnóstico del oncólogo. Ya tenía sus años y había hecho en su vida todo lo que había soñado. Esa tarde se dirigía a visitar la tumba de su esposo para contarle que en poco tiempo estarían juntos nuevamente: su cáncer era voraz y avanzado. Rumbo al cementerio y pese a las recomendaciones, tomó la ruta próxima al callejón  hasta donde aquel hombre la arrastró. Aún contra los pronósticos, el cáncer no mató a Eduviges.



                                                                                             X Concurso Literario Bonaventuriano, 2014

El Carpintero del Caguán

José -el carpintero- lloraba al pie de las tumbas; con tanta fosa común se había quedado sin empleo.

Revista El Clavo, 2015

Las Palabras no Hacen el Amor

Darlyn dijo abrazo y él permaneció de frente con el cuerpo intacto, sin el roce de los latidos y con los brazos parcos; Darlyn dijo beso: todo se quedó en silencio, los labios secos y la lengua blanca; Darlyn dijo amor y un algo turbio en el espejo preguntó: “espejito, espejito ¿Quién es el más bonito?”


X Concurso Literario Bonaventuriano, 2014

Sesenta Segundos en el Paraíso

Eva, sentada al pie de un árbol acarició uno de sus frutos. Desnuda y enrojecida la manzana, dejó que Eva oteara sus rincones diminutos y ricos. Pero el fruto, aún prendido del árbol, fue relegado por la presencia de Adán. Un minuto más tarde, el primer hombre, sudoroso y satisfecho, deshabitó el cuerpo de Eva. Avergonzado le obsequió la manzana y ambas, aún inconformes y con su primer encuentro vivo, gestaron las expulsiones y los paraísos.


Sensaciones y sentidos II, 2015

Taxonomía Incruenta

Aurora era alargada, longilínea y de presencia ineluctable. Frente a ella me desdoblaba y éramos dos veces Aurora.  Muy temprano empecé a imitar su mística movilidad, esa suerte de hechizo que lanzaba con tan sólo respirar. Ella, se reía de mí e ignoraba los reproches de mamá puliendo mi temprana exploración. “Ya se te pasará”. Pero los años transcurrieron y poco a poco Aurora dejó de ser un simple modelo a seguir y  fue un espejo en el cual podía verme, tal cual era en realidad.

Empecé descubriéndome los hombros, el ombligo y un poco las piernas, pero no dejé de notar que aun sabiéndome idéntico a Aurora no causaba el mismo efecto. Ella me miraba con una compasión que fue haciéndose dolorosa y motivo de alejamiento, pero aun cuando nos hicimos ajenos, ella no dejó de ser la sangre en que me veía reflejado.
Sin Aurora, pronto me lancé a la calle. Los pocos amigos que hice, los conseguí gracias al hábito de mascar chicle que ella me heredó. Como no había dinero para comprar golosinas,  empecé a tomar los que la gente dejaba sobre el suelo. Las muchachas de la esquina se reían de mí y me daban grandes bolas de chicle, rellenas de mierda y mugre. Jamás les dije nada, me las metía a la boca y fingía complacencia porque sólo ellas me dirigían la palabra. De grandes fueron mis amigas, me daban su ropa y medias viejas para llenarme el busto que crecía, conforme el de ellas se inflaba. Dejaron de llamarme Cristian y me dijeron Cris, pero siempre preferí llamarme Peri Rossi, eso porque lo leí en algún libro de Godoy, el negro pícaro de la esquina movimentaria.

La última noche de mi vida pensé mucho en aquello que Aurora provocaba con tan sólo descubrirse el hombro, ¿Qué había en ello que yo no lograba? Apenas conseguí la firme mirada de Godoy, pero ese miraba igual todo aquello que se le pasara por el frente, llámese perro, Cris, Cristian o Peri Rosi. Esa noche me paré en la calle, me alcé la falda y descubrí el sexo que las chicas habían bautizado como, “Cris, el descomunal”. Por primera vez fui observado con esa mirada inquisitoria que recibía Aurora, aunque la gracia me valió varios tiros de la limpieza social.



Publicado en Revista El Mango, 2015
 Aurora, aunque la gracia me valió varios tiros de la limpieza
social.